El Leñador Arrepentido

Érase una vez un bosque, un frondoso paraje poblado con los árboles más antiguos, los más fuertes. Aquel lugar estaba lleno de magia y vida gracias a un árbol en especial, un árbol que nutría a todo el bosque reuniendo toda la energía y repartiéndola entre todas las plantas y animales. Este árbol tan especial era conocido como El Árbol Sagrado y había estado allí desde siempre, escondido de la vista de los humanos pero al alcance de cualquier pequeño animalito que pudiera necesitarlo.

Los bosques siempre están llenos de misterios y de historias. En este, la historia más conocida era la de Timothy, el leñador. Se decía que hacía mucho tiempo había habido un joven leñador, simpático y audaz, pero un poco inseguro. Ese era Timothy. Él siempre había querido ser un gran leñador, como lo habían sido su padre y su madre, y utilizar su hacha para talar todas esas ramas sobrantes, cortar los árboles secos o los que quedaban maltrechos tras una fuerte tormenta. Es decir, Timothy se preocupaba de que los árboles que cortaba hicieran bien al bosque, además de servir luego en el pueblo para hacer leña o construir muebles. Todo se mantenía en equilibrio gracias a leñadores como él y, por eso, tanto Timothy como sus padres (y también sus abuelos antes que ellos) eran muy queridos en toda la región.

Pero no todos los leñadores tienen tan buenas intenciones… Y ese era el caso de Rudolf, un hombrecillo pequeño y con bigote que se empeñaba en ser el mejor leñador y, sobre todo, el único leñador de aquel bosque. Para ello, Rudolf talaba todos los árboles que podía, cuantos más mejor, y cada día trataba de mejorar su marca talando uno o dos más que el día anterior. El bosque era muy grande pero, si todos los leñadores hubieran empezado a talar al ritmo en que Rudolf se empeñaba en hacerlo, pronto se habría visto mermado y los animalitos habrían tenido problemas para encontrar dónde refugiarse.

Para mantener el orden y organizar los árboles que debían cortarse, nadie mejor que los conejos para recorrer e inspeccionar cada pequeño rincón del bosque. El conejo Eustaquio y su amigo Bruno se pasaban los días revisando el estado de los árboles y anotaban cuántos había, cuántos se cortaban, cuántos empezaban a secarse y cuántos nacían nuevos. Luego guiaban a los leñadores a través del bosque para que encontrasen los árboles y las ramas que debían ser cortados.

Aunque Rudolf no era uno de esos, él no escuchaba a nadie y cortaba lo que le daba la gana. Y luego iba presumiendo por ahí de que había cortado más árboles que los demás y de que sería el mejor leñador. Mientras tanto Timothy se acercaba el bosque como cada día y solo cortaba algunas ramas y algún árbol de vez en cuando. Sin embargo, por la tarde, tenía que aguantar a Rudolf contándole todo lo que había hecho: que si había cortado no sé cuántos árboles él solito, que si era el mejor leñador, que si los demás no hacían ya ni falta en el pueblo… y que si patatín y patatán. El caso es que el pobre Timothy, que siempre había dudado de si podía ser tan buen leñador como lo había sido su familia antes que él, se quedaba todas las noches pensando si no debía dejar de seguir a los conejos y cortar más árboles. Pero luego pensaba que así le habían enseñado a él y que de esa forma se mantenía el equilibrio del bosque y que de esa manera era mucho mejor para todos.

Un día que Timothy estaba sentado en un tronco que acababa de cortar, apareció Rudolf presumiendo, como siempre:

-Hombreeeee, pero si está aquí Timothy… ¿Cómo te va esta mañana?

-¿A mí? Pues, ya ves, bien…

-¿Has cortado un árbol?

-Sí, ya ves, he cortado este árbol que estaba ya secándose -respondió Timothy bastante orgulloso.

-Y… ¿solo has cortado ese en toda la mañana?

-Bueno… sí… yo…

-Jajaja, madre mía, ¡qué flojo eres Timothy! ¡Solo uno! Yo llevo ya treinta y siete… ¡Treinta y siete!

-Sí, pero… pero…

-Ni pero ni pera, majo. En este bosque voy a ser yo el mejor leñador y el único.

-¡Yo soy tan buen leñador como… -comenzó a decir Timothy indignado.

-¿Como quién?… ¿como yo?

-Pues sí, como tú…

-¿Eso crees? Entonces demuéstralo, valiente.

-Acabo de cortar este árbol que…

-No, no, no, no… Zanjemos las cosas de aquí en adelante.

-¿Qué propones?

-Iremos a buscar El Árbol Sagrado. El primero que lo corte será el mejor leñador y el otro tendrá que irse a buscar otro bosque por ahí.

-Pero…

-¿Qué pasa? ¿Tienes mieeedooo?

-¿Miedo yo? ¡Claro que no! Pero, es que… El Árbol Sagrado…

-¡Ja! Eres un flojo, Timothy, y siempre lo has sido. Me voy a cortar un Árbol Sagrado. Tú quédate aquí descansando… ¡flojo!

Y, diciendo esto, Rudolf se marchaba riéndose con sorna mientras Timothy protestaba:

-¿Flojo yo? ¡Te demostraré que soy tan buen leñador como tú y como lo fueron mis padres! ¡Te vas a enterar! ¡Encontraré El Árbol Sagrado y lo cortaré antes que tú!

Y así, Timothy, cegado por el deseo de demostrar que él también podía ser un gran leñador, se lanzó a buscar el famoso Árbol Sagrado que, por suerte, estaba bien escondido para que nadie lo encontrase.

Mientras tanto, Rudolf, saboreaba el futuro éxito de un plan tan ruin como él mismo: cuando Timothy cortase El Árbol Sagrado, el pueblo le acusaría de actuar contra el bosque y le echarían a patadas. Su mayor competencia, el único leñador que en realidad envidiaba Rudolf, desaparecería por fin de su vista y podría convertirse, él solito, en el único y por lo tanto, mejor leñador de aquella zona. Nunca más tendría que competir con él ni levantarse a las cinco de la mañana para cortar más árboles que nadie ni hacerle saber a todo el mundo cuánto había cortado para que le tuviesen en cuenta. A partir de aquel momento, podría dedicarse a cortar solo los árboles necesarios para cuidar el bosque y sería el mejor. Pero, para eso, tenía que conseguir que Timothy cortase El Árbol Sagrado, al menos un poco. Y eso es lo que iba a hacer.

Por su parte, Timothy caminaba por el bosque cuando se encontró con Eustaquio y Bruno, los conejos encargados de los árboles, y pensó que ellos debían saber el lugar secreto donde se encontraba el anciano árbol.

-¡Hola conejitos! -dijo sonriente.

-Hola, humano -respondieron los conejos sin levantar los ojos de su tarea.

-Escuchad… He oído que alguien está buscando El Árbol Sagrado… y…

-¿El Árbol Sagrado? -preguntó Bruno.

-Ah, no, no, no -continuó Eustaquio-. Ese árbol no debe ser encontrado jamás por ningún humano. ¡A saber lo que podrían llegar a hacerle!

-Claro, claro -intervino Timothy-, por eso quería avisaros: parece que alguien lo está buscando para cortarlo y… y… tenéis que ir allí a protegerlo.

-¿Qué dices? -respondió Bruno.

-No hay forma de que pueda encontrar ese árbol -añadió Eustaquio-. Está muy bien escondido.

-¿Ah, sí? Pues yo he oído que hay un hombre que ha conseguido un mapa que le indica cómo llegar hasta él -mintió Timothy intentando conseguir algo de información.

-Hmmm… -dijo Bruno reflexionando.

-Un mapa, ¿eh?, -añadió Eustaquio- con indicaciones para llegar hasta el árbol… ¡Un momento!

Los dos conejitos se juntaron y cuchichearon durante unos segundos. Luego miraron fijamente al leñador:

-¿Qué pasa? -dijo Timothy incómodo- ¿No vais a ir a comprobar si está bien?

-No hace falta -comenzó Bruno-. Si algo le pasara al árbol sagrado, nos daríamos cuenta enseguida. Los árboles empezarían a secarse y los animales huirían de pronto.

-¿De verdad? -dijo Timothy sorprendido.

-Sin duda alguna -añadió Eustaquio-. El bosque moriría en menos de un día.

-¿Moriría? -balbuceó Timothy, que ahora estaba dudando si lo de ir hasta El Árbol Sagrado era o no una buena idea.

-Entonces, leñador, sobre ese mapa… -empezó Bruno.

-¿Tú lo has visto? -terminó Eustaquio.

-¿Quién? ¿Yo? Eeeehhh… bueno, sí. Sí, sí, lo he visto, aunque no me acuerdo muy bien de las indicaciones…

-La cosa es que ahora estamos muy ocupados -dijo Bruno.

-Realmente ocupados… -añadió Eustaquio-. No podemos ir hasta allí a comprobarlo.

-Bueno, si queréis, puedo ir yo a comprobar si todo va bien y así aprovecho y lo riego un poco.

-¿Túuu? -preguntó Bruno incrédulo.

-¿Y cómo sabemos que no eres tú quien quiere cortar el árbol? -preguntó Eustaquio aún más incrédulo.

-¿Yooo? No, qué va. Yo provengo de una larga familia de leñadores que han cuidado de este bosque desde tiempos inmemoriales. Jamás le haría nada malo a este bosque.

-De acuerdo, entonces -sentenció Bruno.

-Estas son las indicaciones para llegar hasta el árbol sagrado -dijo Eustaquio-. Primero sigue el camino de la derecha, después atraviesa la lava ardiente, luego cruza el río y, por último, sube hasta la montaña. Allí encontrarás el árbol. Y acuérdate de regarlo un poco.

Los dos conejitos siguieron afanados en su tarea mientras Timothy caminaba siguiendo el camino indicado. Según andaba, resonaban en su cabeza sus propias palabras: “Una larga familia que ha cuidado de este bosque desde tiempos…”. Y, por otro lado, la sarcástica risa de Rudolf y esa forma que tenía de presumir: “Pues yo llevo ya treinta y siete…”. Y eso que hacía de llamarle flojo, que le sacaba de quicio…

-¡Te vas a enterar de quién es un flojo aquí! Ahora que tengo las indicaciones para llegar al árbol… Pero, si corto el árbol… el bosque… “¿Es que tienes miedooo?” Miedo ¿yo? ¡Nada de eso! ¡Ja!, se va a enterar ese Rudolf: si yo cortase el árbol, sería el mejor leñador de este bosque y mi familia estaría orgullosa de mí. ¡Te vas a enterar, Rudolf! ¡Allá voy!

Y así fue. Timothy siguió las indicaciones y, al final del camino, encontró la anunciada lava ardiente, una larga lengua de lava incandescente muy peligrosa: cualquier hoja o ramita que, por el viento, caía sobre ella quedaba reducida a cenizas en unos instantes. Junto al torrente de lava había un cartel que decía: “Todo el que tenga el corazón puro podrá cruzar”. Timothy tragó saliva incómodo. Sabía que había mentido a los conejos para conocer el camino y que su familia había cuidado de aquel bosque desde hacía mucho tiempo… “Pero… no puede ser para tanto”, se excusaba el leñador. “Seguro que no es para tanto, es solo un árbol”. Cortó algunas ramas de los árboles a su alrededor y lanzó una rama tras otra al torrente de lava para apoyarse en ellas y no quemarse. Así consiguió ir cruzando al otro lado. Al llegar, le agradeció a los árboles la ayuda para cruzar y siguió su camino.

Poco después se encontró con el ancho río, profundo y frío. Sus aguas rápidas y movidas no parecían en absoluto seguras para cruzarlo a nado. Junto al río había un cartel que decía: “Cruzará quien tenga buenas intenciones”. Desde luego, su intención de cortar El Árbol Sagrado no era buena para nada. Sin embargo, la de ser un gran leñador y demostrarle a todos que no era un flojo… Bueno, en realidad, esa tampoco era una muy buena intención, era más bien una forma egoísta de salirse con la suya. El leñador se quedó mirando el agua pensando cómo podría cruzar y, entonces, vio cómo una nutria saltaba al río y lo cruzaba nadando. Después hicieron lo mismo un pato, un castor y varios otros animales. Y cruzaban el agua sin problemas. Entonces decidió acercarse a ellos y les pidió ayuda para cruzar el río contándoles que iba a ver si el árbol sagrado estaba bien y a regarlo un poco. Los animalitos le ayudaron encantados a cruzar y así, saltando de uno a otro como si fueran piedras de un puente, lograron hacer que Timothy pasase a la otra orilla. El leñador les agradeció a todos su ayuda y se despidió.

Por fin, llegó a la ladera de la montaña y empezó a subir. Mientras lo hacía, recordaba las palabras de Rudolf cuando le llamaba flojo y cuando presumía de todos los árboles que había cortado. Pero cuanto más subía, más lejanas oía aquellas palabras, y más presentes tenía a los árboles y los animalitos que le habían ayudado durante el viaje, todos esos seres que formaban parte de ese bosque cuya familia y él mismo habían cuidado durante años.

Al llegar a lo más alto, la vista del gran Árbol Sagrado -algo que ninguna otra persona había podido contemplar hasta el momento- le conmovió. Recordaba todo lo que había supuesto para él convertirse en leñador: escuchar las indicaciones de los conejos, cortar los árboles y las ramas que hacían daño al bosque y ni una sola más… En definitiva, cuidar del bosque todo lo mejor que sabía. ¡Y pensar que había estado a punto de cortar aquel árbol! Una lágrima empezó a rodar por su mejilla. La casualidad quiso que justo ese fuera el momento en que también Rudolf llegaba ante el árbol y, al verle allí, conmovido, pensó que así jamás cortaría el árbol y que su plan no llegaría a funcionar. Entonces se le ocurrió una idea terriblemente brillante. Empezó a reírse a carcajadas señalándole y gritando:

-¡Pero mira que eres flojo, Timothy! ¿Estás llorando? ¿¡Por un árbol!? Jajajaja. ¡Flojo! Timmy, el flojo, te tenía que haber llamado tu familia. Jajaja.

Al escuchar las carcajadas de Rudolf, Timothy despertó como de un sueño y las palabras del leñador se metieron en su cabeza retumbando: “¡Flojo! ¡Flojo! ¡Flojo!”. Sintió como un mareo y un sentimiento de furia incontrolable le explotaba por dentro. Cegado por la ira, Timothy cogió su hacha y corrió hacia el árbol. En un instante que pareció durar un siglo, el leñador se lanzó al árbol y, con todas sus fuerzas, encajó un hachazo en el tronco del Árbol Sagrado que, inmediatamente se tambaleó y, ante los ojos atónitos de los leñadores y todas las criaturas del bosque, comenzó a resquebrajarse cayendo con un estruendo que enmudeció el bosque durante unos segundos.

Todos se quedaron mirando, perplejos, asustados, inmóviles. Timothy no podía creer lo que había hecho. Miró a su alrededor y pudo ver cómo los árboles más cercanos empezaban ya a secarse y sus hojas caían poco a poco sobre el suelo cubierto ya por una fina capa de polvo. Rudolf no podía creer lo que estaba ocurriendo, por un lado su plan había funcionado tal y como había preparado, por otro, el bosque estaba de verdad secándose y pronto no quedaría nada por lo que estar ahí, ni siquiera un triste árbol. ¿Qué leñador iba a ser si no había nada que talar? Realmente no había calculado las consecuencias de su plan. Los animales, desolados, se marchaban lentamente hacia sus madrigueras a recoger sus últimas provisiones y comenzar el viaje hacia un nuevo lugar.

Timothy sentía una tristeza como no había sentido nunca antes. Cayó de rodillas sobre el tronco cortado del gran árbol y sus lágrimas empezaron a caer sobre la madera. Pasó un instante hasta que empezaron a hacer efecto y es que, si el Árbol Sagrado guardaba la vida del bosque, le quedaba todavía la suficiente energía para, gracias a las lágrimas de Timothy que regaron el tronco, volver a crecer. Entonces apareció un brote verde que anunciaba un nuevo comienzo de este anciano bosque. Los dos leñadores sintieron cómo el bosque se agitaba de nuevo: las plantas, los animales, el suelo… todo el bosque se sentía vivo una vez más. Se abrazaron de alegría y, desde entonces, se encargaron de cuidar del bosque y de aquella pequeña plantita que creció hasta convertirse en el nuevo Árbol Sagrado.

Timothy y Rudolf cuidaron del bosque durante mucho, cortando sólo los árboles necesarios y sin preocuparse más de quién era el mejor o el más fuerte porque ser fuerte no tenía nada que ver con la fuerza de su hacha, sino con el corazón con el que escuchaban a los árboles y animales. Y todos los leñadores y leñadoras que les siguieron después, escucharon esta historia para que nunca más tuvieran que pelear por ver quién era mejor, pues lo mejor era que juntos cuidasen el bosque para mantenerlo allí sano y fuerte por muchos muchos años.

Ilustración de Fer Molina