“Érase una vez un Castillo en un reino muy lejano en el que habitaba un rey, el Rey Raúl, que vivía casi solo en su castillo con su ayuda de cámara Arturo. Los dos vivían allí en el castillo del que habían desaparecido los cocineros, los mozos de cuadras, los limpiadores y hasta los ratones; desde que el malvado Sir Percival había robado la corona todos habían huido asustados.
Harto ya el Rey Raúl de aquella situación mandó a Arturo a buscar un caballero del reino que pudiera encontrar a Sir Percival y devolver la corona a su lugar, es decir, a su cabeza.
Arturo salió y recorrió las calles, casi desiertas, del reino buscando y buscando a un caballero que pudiera servir a su propósito y, de pronto, se topó con Romeo, un caballero de buena traza, noble y muy valiente, sólo tenía un pequeño defectillo, era tan bueno y tan inocente que… bueno, que… que era un poco tonto ¡vaya! El Caballero Romeo venía de otro reino y se dirigía a jugar una partida de cartas con unos amigos suyos y en cuanto oyó a Arturo relatar la situación y la falta que hacía en el reino que alguien fuese en busca de la corona salió rápidamente corriendo, montó en su caballo y se alejó entre una nube de polvo… que al poco volvió a cruzar de vuelta ya que se había ido sin la más mínima indicación ni las presentaciones adecuadas. Arturo llevó a Romeo ante el Rey Raúl y éste al verle dudó que fuera a ser suficiente caballero para encontrar a Sir Percival, así que le sometió a la antigua y tradicional prueba de confianza del Rey: tenía que hacer el pino. Romeo se lanzó sin pensarlo dos veces, era suficientemente tonto como para no pensarlo ni siquiera una y, en realidad, eso le hacía aún más valiente; así que en un periquete Romeo se puso cabeza abajo apoyado sobre sus manos y daba pequeños saltitos ¡como bailando de alegría! Esto gustó tanto al Rey que sin pensarlo le ordenó caballero y le encomendó la misión de recuperar la Corona Real.
Lejos de allí se encontraba Sir Percival, un caballero del reino que siempre había tenido envidia del Rey Raúl y trató por todos los medios de conseguir que el rey, sin ningún hijo heredero, le nombrase a él su sucesor… ante la negativa de Raúl, Sir Percival juró vengarse y así lo hizo, una noche de invierno, se coló en el castillo, robó la Corona Real y la escondió lejos, muy lejos, para que nadie pudiera encontrarla… Según las leyes del reino, llegado el momento de la sucesión y si no había herederos, el trono pasaría a quien estuviera en poder de la Corona Real, el por qué de esta ley se pierde en el origen de los tiempos pero… así era.
Sir Percival siempre iba acompañado de sus secuaces, hay que decir que ante la ausencia de personal en el reino, sus secuaces no eran los más eficientes, ni tampoco los más malvados, aunque sí eran muy buenas personas… El más despierto de todos ellos era Patán, a quien enviaba a casi todas las misiones, sin embargo, en esta ocasión Sir Percival pensó que lo mejor era ir él mismo en persona, no fueran a estropearle su gran venganza. Y así fue a disfrazarse de caminante… cuando apareció Patán con la merienda para que se la comiese antes de salir. Sir Percival se enfureció, pensaba que en los planes malvados no había tiempo para meriendas, sin embargo, tenía hambre y era también un poco por eso que se enfadó todavía más. Finalmente, salió de su guarida vestido de caminante para interceptar al caballero que iba en busca de la Corona.
Romeo se adentró en su caballo por los caminos del reino siguiendo las indicaciones que Arturo, el ayudante del Rey, le había dado, sin embargo, en cuanto paró para darle de beber a su caballo, ¡oh casualidad! se encontró con un caminante, de asombroso parecido a nuestro malvado Sir Percival, dispuesto a acompañarle en el camino. El Caballero Romeo se alegró mucho de poder tener alguien con quien charlar durante el viaje así que no vio ningún peligro en ello (ya hemos dicho que era doblemente valiente, por tonto y por valiente). Y así el caminante aprovechó para recomendarle un camino que seguro les llevaría con mucha más facilidad hasta su destino – ¡Un fatal destino para Romeo! Jajaja – Sentenció entre dientes. El camino pasaba por el Bosque Sinuoso, luego surcaba el Acantilado de la Muerte para llegar finalmente a la Guarida del Dragón – ¡Jajaja! – rió maléficamente Sir Percival, pero claro, de nuevo, Romeo no peligro en todo esto… en fin, este era nuestro Caballero y así era de Valiente.
En el Bosque Sinuoso encontraron la casa de la Anciana Sabia se pasaba el día haciendo cálculos y números para encontrar solución a los problemas del mundo pero tanto trabajo invertía que no daba estas soluciones por nada, a cada uno que llamaba a su puerta le pedía que le ayudase en uno u otro cálculo; y cuenta la leyenda que muchos fueron los que entraron a ayudar pero jamás se les vio salir, consumidos por las restas, agobiados por las sumas y desintegrados por las integrales los cálculos matemáticos de la Anciana Sabia hacían enloquecer al más pintado. Romeo, sin embargo, no era de los que mejor se le daban estas cosas, llamó a la puerta, pidió ayuda para derrotar al Dragón que se encontraría más adelante y cuando la Anciana le puso delante los cuadernos de operaciones… bueno, digamos que Romeo simplemente no entendía nada de todo aquello (Bueno, aquí tuvo un poco de ayuda porque los niños y las niñas del público sí que sabían de sumas y ¡le ayudaron con las resupuestas!). La Anciana Sabia estaba atónita pero dado que le había sido de tanta ayuda, no dudó en entregarle una Bola Mágica con la que distraer al Dragón y poder así llegar hasta la guarida de Sir Percival.
Romeo salió triunfante de la choza ante los ojos enfurecidos de Sir Percival bajo su disfraz. Así que no tardaron un momento en ponerse en marcha para llegar al Acantilado de la Muerte.
Por el camino Sir Percival encontró a Patán que le había estado buscando para llevarle de nuevo la merienda y también algo de abrigo por si refrescaba; y otra vez Sir Percival estaba enfadado porque tenía hambre y frío pero no iba a reconocerle a Patán que tenía razón, así que este le dejó allí las cosas y antes de marcharse le preguntó – Señor, ¿quiere que prepare un arma secreta en la cueva por si acaso? ¿la de siempre? – Sir Percival se puso a gritar hecho una furia (sobre todo porque no se le había ocurrido a él y era una gran idea) y le dijo a regañadientes que sí, que preparase el arma secreta por si acaso.
Entonces apareció Romeo y Sir Percival le distrajo enseñándole las dificultades del Acantilado pero mientras hablaba Romeo ya casi se lanzaba a cruzarlo, así de valiente era. Pero Sir Percival quería asegurarse de cruzar primero para soltar algunas rocas y hacer que Romeo resbalase y cayese al fondo, así que tiró de él y se puso a cruzarlo diciendo – Mejor iré yo primero por si hay algún problema, no te vayas a caer – Y casi estuvo él mismo a punto de caerse al fondo del Acantilado. Romeo empezó a cruzar y el viento le empujaba al pasar por el estrecho camino de rocas, cuando estaba en el medio del pasadizo y ya podía ver a Percival al final, apareció Patán por el otro lado y a voces le decía a Sir Percival que ya tenía todo preparado en la cueva con el arma secreta, Sir Percival se iba poniendo cada vez más furioso y nuestro amigo Romeo empezó a sospechar algo… ya hemos dicho que no era muy listo y aunque podía haberse enterado de todo confiaba mucho en su “amigo” el caminante.
Una vez hubieron los dos cruzado el Acantilado se dirigieron a la cueva del Dragón, Romeo estaba más que seguro con la Bola Mágica que la Anciana le había dado en el Bosque, pero el “arma secreta” de Sir Percival era algo de lo que él no sabía nada (¡y mira que se podía haber enterado en el acantilado! pero es que…).
En la entrada de la Cueva del Dragón, Sir Percival se agachó fingiendo atarse los cordones para que Romeo entrase el primero en la cueva y así, una vez dentro, tapó el hueco con una gran roca para que no pudiera escapar. Romeo, casi en la oscuridad, no podía ver mucho, pero se adentró valientemente en la cueva. Allí, en la penumbra, empezó a escuchar ruidos, primero como lejanos aullidos, luego extraños gemidos, y finalmente una ligera risita… allí estaba, era el arma secreta, era… era… ¡Era Patán disfrazado de mujer rubia! Que Romeo era un Caballero Valiente ha quedado demostrado, pero si había algo con lo que no podía era con las chicas, le producían un miedo aterrador, si le ponían delante un dragón soplando fuego se enfrentaría a él pero si se encontraba con una chica… ¡no sabía que hacer! Romeo trató de esconderse lo mejor que pudo mientras se acercaba poco a poco, y cuanto más cerca estaba, más temblaba nuestro caballero, cuando estuvo a punto de tocarle en la cabeza, Romeo pegó un brinco, dio un grito y corrió por la cueva en círculos sin llegar a ningún lado. Patán, que pensaba que todo esto era un juego, se quitó la peluca para tranquilizar a Romeo y reía diciendo – Tenías que haberte visto la cara de miedo, ¡jajaja! – A Romeo no le había hecho ninguna gracia la bromita, pero en realidad, se le ocurrió una gran idea ¡era la primera gran idea que se le había ocurrido nunca! y era una idea genial: convenció a Patán para gastarle una broma parecida también a Sir Percival y así consiguió que le dijera qué era lo que Sir Percival más temía y eso eran, sí amigos míos, los animales pequeñitos, no sabemos por qué pero era así. De modo que Romeo se ayudó de todos los niños y niñas (que ya le habían ayudado con las sumas de la Anciana) para que cada uno cogiese un animalito y se lo lanzase a Sir Percival a la cuenta de 1, 2… ¡y 3!
Y así Romeo consiguió recuperar la Corona Real y llevarla de nuevo al lugar donde pertenecía, y cuál no fue su sorpresa cuando se encontró a la vuelta que el Rey Raúl había decidido marcharse y dejar la sucesión del reino al actual portador de la corona… Romeo. ¡Viva el Rey Romeo! ¡Viva!
Y colorín colorado… Este Cuento Irrepetible se ha acabado.”
23 de Marzo de 2014
Centro Cultural Carril del Conde – Cuentos Irrepetibles