“Érase una vez en el medio de un bosque muy muy lejano, había un pequeño lobo llamado Jose Luis que era un poco miedoso y también algo torpe y vivía allí en el medio de una manada, como viven todos los lobos, con su familia: su padre, su madre y sus hermanos pequeños José y Luis, sí, sus padres no eran muy originales en esto de poner nombres… El caso es que Jose Luis, se sentía un poco diferente, no le gustaba hacer todas las cosas que les gusta hacer a los demás lobos como perseguirse la cola, correr detrás de los conejos o tumbarse a la bartola; nuestro Lobo se pasaba horas y horas mirando al cielo, viendo los pájaros volar y jugando con su amigo Arturo el Halcón a adivinar las formas de las nubes. Por eso, aparte de sus hermanos, Jose Luis no tenía muchos más amigos entre los lobos de la manada y, a veces, se sentía un poco solo.
Pero en el bosque, además de los lobos vivían otros animales, como Abelardo el Guepardo, que pensaba que el bosque debía ser de los Guepardos y que los lobos debían marcharse de allí. Observaba siempre fijamente a los lobos escondido en cualquier rama esperando una ocasión para deshacerse de los lobos para siempre. Abelardo no se movía solo, tenía a los guepardos que aún quedaban en el bosque husmeando por allí en busca de alguna excusa, forma o plan que les ayudase a librarse de los lobos y quedarse ellos para siempre con el bosque para ellos solitos.
Jose Luis estaba un día mirando a las nubes como solía hacer cuando sus hermanos pequeños José y Luis se le echaron encima para que jugase con ellos a perseguir conejos, Jose Luis buscó mil excusas para no hacerlo hasta que su madre se asomó por detrás de un árbol diciendo: – Jose Luis, ¡haz el favor de levantarte y jugar con tus hermanos a perseguir conejos de una vez! Y se marchó musitando: – Ya me hubiera gustado a mi tener dos hermanitos con los que jugar cuando era cachorro… Así que Jose Luis no tuvo más remedio que ir con ellos a buscar conejos tras los que correr. Después de un par de vueltas, encontraron un par de conejos distraídos, saltaron de detrás de un arbusto y echaron a correr como rayos tras los conejos, uno salió en línea recta por debajo de una raíz y saltando sobre una rama caída y perseguido muy de cerca por los pequeños José y Luis; el otro, se revolvió y corrió en dirección opuesta pasando entre las patas de Jose Luis, éste le hubiera dejado huir, pero le pareció que ese conejo se burlaba de él pasando entre sus patas y decidió, por esta vez, darle caza. Jose Luis giró en redondo y corrió como nunca había corrido, corrió tanto que los ojos se le cerraban por el viento, corrió y corrió y no vio que el avispado conejo se había lanzado dentro de una madriguera justo antes de llegar al acantilado por el que, ya sin suelo donde apoyar las patas, medio corría y medio caía el pobre Jose Luis que, al percatarse de la situación, soltó un grito de terror, empezó a mover las patas, la cola, las orejas, tratando de agarrarse a algo que frenase la caída pero era ya demasiado tarde, cerró fuertemente los ojos para no ver el suelo que se le venía encima y esperó… esperó y, al cabo de un rato, se preguntó qué había ocurrido que no había llegado aún al fondo del acantilado: -No recuerdo que fuera tan profundo. Se dijo. Abrió los ojos y se le abrió la boca de admiración sin poder ni aullar cuando vio a su alrededor las nubes que cada día contemplaba, los pájaros pasando a su lado y ¡él mismo volando como ellos! Empezó a dar vueltas a su alrededor sin poder creérselo y, de pronto, empezó a hacer piruetas como otras veces le había visto hacer a su amigo Arturo, girando, subiendo, bajando en picado y atravesando cada nube que se encontraba en el camino.
Cuando estuvo cansado, después de un buen rato de vuelos y cabriolas, se tumbó en el borde del acantilado sonriendo lleno de felicidad. Y, de pronto, escuchó una voz que le decía: -No, no, no, no… qué cosa más increíble, un lobo volando por el cielo. Era Abelardo el Guepardo, que salía de entre las sombras caminando sigiloso por una rama y lo había visto todo. -¡De verdad que es incríble! ¿A que sí? – Respondió ingenuamente Jose Luis. – Increíble de veras lobito, yo soy un guepardo de mundo y he visto muchas cosas, y no me asusto fácilmente… pero, yo diría que si los demás lobos te vieran volar alguna vez, saldrían corriendo horrorizados o, peor, te encerrarían a ti y a tu familia en una jaula para llevarte a un circo de esos de los humanos. De nuevo, Abelardo no dejaba pasar una ocasión para intentar expulsar a los lobos del bosque, aunque sólo fuera a uno.
Jose Luis estaba muy confuso, cómo podía ser malo algo que le hacía sentirse tan vivo, tan especial. Sin embargo, no podía dejar que encerrasen a su familia por su culpa… Así que decidió que se marcharía muy muy lejos y no le diría a nadie dónde. Así que echó a volar lo más rápido que pudo, surcando tierras y mares hasta que no pudo más, aterrizó en una islita desierta y allí cayó exhausto en un profundo sueño.
Cuando se despertó vio unas enormes huellas a su alrededor, aparentemente un animal enorme había estado por allí y, probablemente, decidiendo si era o no el momento ¡de comérselo! Jose Luis se levantó aterrado y corrió en busca de refugio, vio una pequeña cueva en las rocas junto a la playa y se metió sin dudarlo un momento. Según avanzaba, la cueva se hacía más y más oscura, hasta que casi no podía ver ya sus propias patas. Siguió adentrándose en la cueva y, de pronto, oyó un ruido como un rugido (o más bien un ronquido), se dio cuenta de que había algún otro animal allí, ¡quizá era el mismo que había querido comerle mientras dormía! Intentó desandar el camino pero se había desorientado y al dar el primer paso fue a poner la pata sobre algo peludo. El animal se levantó de un brinco rugiendo -¡Ay! ¿Quién me está pisando la cola? Jose Luis echó a correr en cualquier dirección y, ya hemos dicho que era un poco torpe, chocó contra una pared desmayándose al momento. Al abrir de nuevo los ojos vio una enorme cabezota de oso mirándole muy de cerca y gritó asustado -¡Aaaaahhhh! Jose Luis retrocedió intentando huir y chocó de espaldas contra una palmera. El oso gritó también sobresaltado y fue a esconderse detrás de Jose Luis y la palmera. El lobo volvió a gritar pensando que trataba de atraparle y así estuvieron un buen rato gritando y corriendo los dos huyendo el uno del oso y el otro de no sabía qué, hasta que cansados los dos el oso se paró y le dijo: -Bueno, bueno, ya vale chico, ¿de qué estamos huyendo? -¿De qué? -preguntó Jose Luis- estoy huyendo de tí, oso. El oso le miró perplejo unos segundos y después cayó de espaldas riendo durante un rato. El lobo le miraba ya un poco mosqueado: -¿Se puede saber de qué te ríes? Y el oso respondió: -Ja,ja,ja… de tí, lobo. Jajaja. Tenías miedo… jaja… de mi… jajaja. Jose Luis, ofendido, dio media vuelta y se disponía a marcharse enfurruñado pero el oso le cortó el paso: -Bueno, chico, no te enfades, es sólo que… bueno, no voy a hacerte nada; me llamo Enrique, ¿y tú? -Yo soy Jose Luis. Y así se presentaron el oso Enrique y el lobo Jose Luis y estuvieron charlando el resto de la tarde, mientras el oso le enseñaba los recovecos de la Isla que, por otra parte, era un paraíso: cascadas de agua dulce, palmeras, frutas, playas enormes… y ninguna obligación.
Mientras tanto, en el bosque, los padres de Jose Luis, sus hermanos y los demás miembros de la manada buscaban al lobo por todas partes. Y, aprovechando el revuelo, Abelardo el Guepardo campaba a sus anchas por el bosque sin tener que compartir el espacio ni los conejos con ningún lobo, ya que estos estaban distraídos buscando a Jose Luis. Pero Abelardo no se quedaría aquí y se le ocurrió que, entre todos los guepardos podían asustar a los conejos y hacerles correr hasta el fondo del acantilado siguiendo el riachuelo y encerrarles allí; de esta manera los conejos quedarían allí encerrados sólo a disposición de los guepardos y los lobos, no teniendo conejos para comer, acabarían abandonando el bosque.
Sin conejos la hierba crecía en el bosque sin medida y todos los animales estaban perdidos, los guepardos, desde las ramas veían el desconcierto y entre risas y rugidos, tomaban el control del bosque. Arturo el Halcón, viendo lo que se les venía encima, pensó que si los lobos no encontraban a Jose Luis este debía haber ido muy lejos… así que salió volando en su busca tratando de encontrar a Jose Luis para que volviera y poder así salvar el bosque.
Jose Luis se divertía jugando en las playas de la isla con el oso Enrique, comiendo frutas y nadando en los lagos y cascadas. Tanto se divertía Jose Luis que ya había casi olvidado por qué estaba allí, como había llegado e incluso su familia. Una tarde de esas en las que estaban los dos tirados al sol bebiendo leche de coco apareció volando Arturo el Halcón y Jose Luis dio un salto de alegría, los dos se pusieron a correr el uno con el otro, le presentaron a Enrique y estuvieron dando una vuelta por la Isla. Al cabo de un rato Arturo estaba tan relajado y divertido que casi se olvida de todo lo que estaba ocurriendo en el bosque. Les contó que todos los lobos le buscaban y cómo Abelardo había escondido a los conejos en el acantilado y cómo la hierba crecía y crecía y todos los animales estaban confusos mientras que los guepardos campaban a sus anchas vigilando desde las ramas, ¡era terrible!
Entre los tres tramaron un plan para librarse de los guepardos: Jose Luis y Enrique (que siempre se apuntaba a ayudar a los demás) se enfrentarían directamente con Abelardo y le darían en su punto flaco, pues por todos es sabido que si hay una cosa que los guepardos no pueden aguantar es una buena canción y mientras tanto, Arturo, buscaría a los conejos y hallaría una forma de llevarlos de nuevo al bosque. Arturo se fue volando a toda prisa para unirse al resto de aves que todavía ayudaban desde el aire a los animales perdidos en el bosque entre la hierba demasiado crecida por la ausencia de conejos… en fin. Y Jose Luis se dispuso a volver volando pero… ¿cómo haría Enrique para volver? Entre los dos estuvieron probando diferentes formas para que Enrique pudiera volar con él: se agarró de sus patas… y cayeron, se agarró a su espalda… y cayeron, se agarró de sus orejas… y cayeron. Cuando ya estaban a punto de darse por vencidos probaron una última cosa, Jose Luis salió volando con una tela atada a su cintura y Enrique, agarrado al otro extremo, saltó directamente al agua cuando el lobo volador empezó a tirar, a Enrique le costó un poco pero enseguida mantuvo el equilibrio y surcó las olas tirado por la tela como el mejor de los surfistas. Así los dos se dispusieron a cruzar el espacio que les separaba del bosque
Abelardo estaba en su guarida desde donde divisaba todo el bosque y se pavoneaba de lo que había conseguido, por fin estaba a punto de apoderarse del bosque: los conejos escondidos en el acantilado y la hierba no dejaba de crecer ya que no había conejos que se la comieran y los animales confundidos no encontraban qué comer, los lobos no se encontraban entre sí, todo era confusión… justo el momento que los guepardos aprovecharían para entrar al bosque y quedárselo para siempre echando de allí a los lobos y poniendo a todos los demás animales a su servicio.
De pronto, Arturo surcó volando por encima de Abelardo en dirección al acantilado, éste se levantó de un salto para encontrarse con el oso Enrique que se levantaba delante de él rugiendo… Abelardo retrocedía asustado y gritaba pidiendo ayuda al resto de guepardos que empezaron a aparecer de todas partes cuando, de pronto, una sombra les cruzó desde el cielo y junto a Enrique aterrizó Jose Luis, el lobo volador, juntos empezaron a entonar su cancioncilla y los guepardos corrieron desesperados en todas direcciones sin saber dónde huir. Mientras, Arturo y unas cuantas aves más habían hecho un puentecillo con lianas por el que los conejos pudieron escapar del acantilado y ya corrían entre las patas de los confundidos guepardos, de Enrique y de Jose Luis.
Al ver a los conejos correr hacia el bosque los lobos supieron que algo raro pasaba y corrieron al origen donde encontraron a Enrique, Arturo y Jose Luis cantando a voz en grito ante unos guepardos que trataban de esconder sus cabezas en cualquier parte para no oír nada. Pararon un momento para hablar con ellos y los guepardos estuvieron de acuerdo en ayudar a cortar la hierba que tanto había crecido en el bosque, a no volver a tocar los conejos y compartir el bosque desde entonces y para siempre con los lobos sin volver a molestar.
Y colorín colorado… Este Cuento Irrepetible se ha acabado.”
22 de Junio de 2014
Centro Cultural Hortaleza – Cuentos Irrepetibles