Érase una vez una historia que comienza en un bosque, un pequeño bosque más allá de las montañas del Carnero, donde vivía un niño Juan el de las Coliflores. Todo el mundo le llamaba así porque su padre, el Señor Guillermo, estaba obsesionado con plantar coliflores, ponía esas coles por todas partes y luego se pasaba el año recorriendo los pueblos de alrededor y vendiéndolas. Aunque aquello no era tarea fácil: arar la tierra, cultivar, recolectar, vender y luego vuelta a empezar. Toda la familia tenía que trabajar sin parar durante todo el año. Pero lo que Juan quería en realidad, lo que más había querido siempre era estudiar, poder ir al colegio, pasar las mañanas aprendiendo y jugando con otros niños, y no allí metido en el bosque y trabajando todo el día en las dichosas coliflores.
Muchas veces había pensado Juan en marcharse de allí, escaparse en busca de un colegio, pero la verdad era que no sabía por dónde empezar, en los pueblos de alrededor o no había niños o los que habían estaban también trabajando con sus padres. Así que nadie había tenido nunca la necesidad de ir al colegio. Hasta ahora, porque Juan se moría de ganas de estudiar.
Una tarde, mientras iba de camino al campo a revisar las coliflores, a ver si tenían o no pulgones y si había o no que fumigarlas y bla bla bla. Se encontró de pronto con el hombre más viejo del pueblo, y también el más sabio, él era Pepito Floripondio, un hombre que alcanzaba ya los cien años y de quien se decía que sabía de todas las materias. El señor Floripondio era tan mayor que se cansaba muy rápidamente y de vez en cuando tenía que echarse una siestecita, pero no os creáis que se iba a su casa ni nada de eso, el hombre podía quedarse dormido de pie, incluso hablando contigo, había que estar muy pendiente si querías que te escuchara porque en cualquier momento: zzzzzzz…. ¡se quedaba dormido! Pepito, al ver a Juan con aquella cara tan larga por tener que cuidar el campo, le preguntó qué le pasaba:
– ¿Que qué me pasa? Que estoy harto de cuidar coliflores, de cortarles las hojas y de recolectarlas. Que yo lo que quiero es ir al colegio.
– Ya veo…-respondió el señor Floripondio.
– Claro que sí, a que a usted no le parece tan raro, soy un niño y quiero ir al colegio, quiero aprender, estudiar matemáticas, escribir redacciones… ¿señor Floripondio?
– Zzzzz…
– ¡Pepitoooo!
-Eh, qué, ¡qué! ¿qué pasa joven?
– Pues que estaba hablando con usted y se ha quedado frito.
– Ay, sí, hijo, es que yo soy ya muy mayor…
– Bueno, pues eso, que quería ir al colegio y no puedo…
– Ah, ¿no? ¿por qué no?
– Pues porque no hay ningún colegio por aquí cerca
– Eso es cierto pequeño, el colegio más cercano, y el mejor también, es el que está en Hollywood, seguro que si fueras allí aprenderías un montón de cosas.
– ¿¡ De verdad !? Qué ilusión me haría poder ir allí, tener maestros y maestras que me enseñaran tantas cosas y… ¿se ha vuelto a quedar dormido? ¡Pepitooo!
– ¡Ay! ay, perdona hijo, me he vuelto a quedar dormido.
– No, si eso ya lo he visto… Bueno, y ¿cómo puedo ir hasta allí?
– Ah, pues es muy fácil, volando.
– ¿¡Quéeee!? ¿Pero cómo voy a ir volando?
– Ay, chico, muy fácil, ve a buscar un dragón.
– ¿Qué? ¿De verdad?
– Sí, claro que de verdad, es lo más rápido. Ve hasta las Montañas del Carnero, allí, entre los riscos encontrarás tres cuevas: la cueva del dragón, la cueva del tigre y la cueva del fantasma. Y no te equivoques, jejeje.
– Ah, ya, parece sencillo. El dragón en la cueva del dragón, en la del tigre un tigre y en la del fantasma… ay, ayayay.
– En la del fantasma pues un fantasma, qué va a haber si no.
– Ya, claro, pero es que me dan un miedo terrible los fantasmas.
– ¿De veras? Pues entonces, no te equivoques de cueva, jejeje. Bueno, yo ya me marcho que es la hora de echarme una siestecita, por cierto ¿te importaría leerme un cuento para que me quede dormido?
– Pero si se queda usted dormido de pie, ¿para qué quiere un cuento?
– Por que una cosa es un sueñecito y otra una buena siesta, y para dormir bien, me ayuda que me cuenten un cuento.
– Verá, señor, es que… yo no me sé ningún cuento. Los únicos libros que tengo son los de texto, para el colegio. Si quiere le puedo leer un poco del libro de matemáticas.
– Entonces nada, majo, me marcho a casa, a ver si tengo algún cuento por allí que me pueda servir.
– Pero señor, ¡Pepito! ¡Señor Floripondio! -pero era inútil, el sabio había salido rumbo a su casa para una siestecita y ya no escuchaba a nadie…
Juan pasó toda la tarde dándole vueltas al asunto, se imaginaba cómo sería ir al colegio, llevar su mochila, los libros, los compañeros, profesores… Qué alegría le llenaba por dentro. Esa misma noche hablaría con sus padres para irse cuanto antes a buscar al dragón que le pudiese llevar a Hollywood. ¡Que felicidad!
Al caer la noche, la familia de Juan regresaba a casa, su madre, Luisa, estaba poniendo la mesa mientras su padre, Guillermo, terminaba de preparar la cena en la cocina. Y justo cuando iban a empezar a comer:
– Papá, mamá, tengo una gran noticia
– ¿Ah sí? -dijo su madre- cuenta cuenta.
– He decidido -empezó Juan lleno de orgullo- que voy a ir a Hollywood para poder asistir a clases en el colegio. Me iré mañana mismo.
– Pero… -balbuceaba su padre- qué… ¿qué…?
– Ay, Guillermo, cariño ¡arranca ya!
– Que… te vas… cómo que…
– Mira, Juan, lo que tu padre quiere decir es que no te puedes ir a Jólibu ni a ningún sitio porque tú donde tienes que estar es aquí, ayudando con las coliflores, así que déjate de historias y cómete la cena.
– Pero mamá… papá…
– ¡Ya has oído a tu madre! No irás al colegio porque te necesitamos aquí, mañana mismo empieza la temporada de cosecha y si no recogemos las coliflores el trabajo de todo el año se echará a perder.
– ¡Pero yo no quiero cultivar coliflores! ¡¡¡ Lo que quiero es ir al colegio !!!
– Ya basta hijo -dijo su madre suavemente- si no quieres cenar puedes irte a tu habitación.
Juan se fue corriendo a su habitación, no había sentido nunca una tristeza semejante, todos sus planes se habían venido abajo, no sabía qué hacer. Lo único que quería era ir al colegio. Y ahora todo eso sería imposible, ahora que estaba tan cerca… Entonces recordó la conversación con Pepito Floripondio y pensó que si la persona más sabia de la que había oído hablar le había dicho que debía ir al colegio, entonces eso era lo que debía hacer, en ese momento tomó una decisión:
Saldré a escondidas esta noche en busca del dragón y no pararé hasta encontrar ese colegio de Hollywood.
Y así lo hizo, preparó su cama metiendo unas cuantas coliflores para que sus padres pensaran que estaba durmiendo y dejó una ardilla del bosque en su habitación para que oyeran ruido de vez en cuando y no sospecharan nada. Si los dragones eran tan rápidos como decía Pepito Floripondio, podría estar de vuelta antes del amanecer y que sus padres no se dieran ni cuenta, pero al menos ya sabría lo que es un colegio.
Salió de su casa en la oscuridad de la noche tratando de no hacer ningún ruido, cerró suavemente la puerta y se alejó sigilosamente. El camino hasta las montañas no era muy largo pero le llevó más de una hora atravesar el bosque de noche, las copas de los árboles impedían que la luz de la luna iluminara el camino y él no había estado por esa zona muchas veces y no quería perderse antes de llegar al menos a las montañas.
Una vez fuera del bosque la luna llena bañaba la piedra clara y el camino se veía casi como si fuera a la luz del día. Juan fue recorriendo el sendero que bordeaba la montaña hasta encontrar una cueva, sin embargo, ¿cómo podía saber si era la cueva del dragón o no? La verdad es que no lo sabría hasta que entrase en ella y, esperanzado por la idea de llegar al colegio, se armó de valor y entró en la cueva. Paso a paso, avanzó por la cueva que se iba haciendo cada vez más y más oscura, en su interior podía oírse un ruido, como una ronca respiración. Juan caminó lo más sigilosamente que pudo, tratando de no despertar lo que fuera que hubiera allí dentro pero en aquella oscuridad no era fácil distinguir una piedra de un agujero, hasta que: ¡crack! Pisó sobre un hueso que se partió en dos inmediatamente como un palillo, el ruido resonó en la cueva como una campana y de pronto algo había pasado. La respiración tranquila del principio se oía ahora más alta y clara, como si algo estuviera acercándose, además un extraño chirriar de uñas se añadió a los sonidos de la cueva y a Juan le recorrió un escalofrío. -Al menos -pensaba- no es un fantasma, porque los fantasmas no tienen uñas. Juan se acercó hacia la entrada de la cueva apresuradamente para ver con claridad lo que fuera que se estaba acercando, en seguida pudo distinguir un enorme tigre rayado que se acercaba hacia él con aspecto bastante enfadado y molesto, como si algo le estuviese haciendo daño.
– ¿Quién eres tú chaval?
– ¿Yo? eeehhh, bueno, soy… soy Juan.
– Ahá, ¿qué has venido a hacer a mi cueva?
– Bueno, yo, en realidad, buscaba la cueva del dragón, así que ya me iba…- Juan intentó alcanzar la salida pero el tigre, de un salto le cortó el paso.
– Ya que estás aquí, ¿por qué no jugamos un poco?
– ¿Jugar?¿a qué?
– Bueno, podemos jugar al ratón y al gato. Mis padres siempre me decían que no jugara con la comida pero es que me encanta…
– ¿Comida?
El tigre empezó a acercarse lentamente y a cada paso que daba las garras le arrastraban por el suelo haciendo un chirrido horrible y hasta el mismo tigre torcía el gesto con aquello.
– ¡Ah! estas malditas uñas, ¡no puedo ni caminar tranquilo! Así no hay quien cace ni ande ni nada de nada.
– Perdone, señor tigre pero, ¿por qué no se las corta? Además, con esas garras tan afiladas va a acabar haciéndose daño usted mismo.
– ¿Crees que no me doy cuenta? ¿Ves esta herida de aquí de mi cara? Ayer me picó un mosquito y cuando fui a rascarme… ¡zas! Me arañé toda la cara.
– Yo… podría… quizás, si le parece bien, cortarle esas uñas. Siempre llevo mis herramientas del campo, con estas tijeras de podar te las dejaré al ras en un periquete.
– ¿De verdad? ¿Harías eso?
– Bueno, sí, pero sólo si prometes no comerme, claro.
– Trato hecho.
Y, mientras le cortaba las uñas, Juan aprovechó para hacerle un montón de preguntas sobre los tigres: qué comían, por qué eran naranjas y con rayas, por qué un tigre y un gato se parecían tanto… y otro montón de cosas que a Juan le encantó escuchar, porque si había algo que le gustaba, era aprender cosas nuevas. Al cabo de un rato le había cortado las uñas al tigre que ahora corría y saltaba alegremente por toda su cueva sin temor a lastimarse.
– Muchísimas gracias niño, puedes irte.
– Por cierto ¿tú sabes dónde está la cueva del dragón?
– Bueno, no con exactitud, pero sé que la cueva se encuentra siguiendo ese camino de ahí.
– Muchísimas gracias, tigre.
– A tí, chaval.
Y Juan emprendió de nuevo la marcha, ahora más animado que antes por haber conseguido resolver este asunto. Menos mal que llevaba sus herramientas del campo. Siguió caminando y vio aparecer, un poco más adelante, la entrada de otra cueva. Esta vez sería un poco más cauto, en lugar de entrar directamente a la cueva, se quedaría un rato escuchando en la entrada para estar seguro. De pronto, un murmullo metálico comenzó a salir del interior de la cueva y con él una voz que en la lejanía se quejaba:
– Ayyy, aaaaaayyyyyyyy… pero qué sueño tengo, más de mil años llevo ya vagando por esta montaña y no consigo pegar ojo. Quién me iba a decir a mí, el gran Don Quijote, que siendo un fantasma no podría ya dormir… aaaaayyyy.
Juan se sobresaltó, ¿habría oído bien? ¿un fantasma? En un momento, todo su cuerpo empezó a temblar de terror, aquella no era la cueva del dragón y en cualquier momento aparecería un fantasma delante de él. Se levantó con cuidado y comenzó a alejarse de la cueva con mucho cuidado. Pero claro, los fantasmas tienen esa cosas de que, como van flotando por el aire, se mueven mucho más rápido que cualquier persona y al volverse, Juan se encontró de frente con el Fantasma Don Quijote:
– Vaya, hombre, ¿qué tenemos aquí? -dijo el fantasma- ¡un niño!
– Eeeehhh, sí… -dijo Juan muerto de miedo- soy un niño pero ya me marchaba.
– ¿¡ Cómo que ya te marchabas !?
– Ayayayayay, no señor fantasma no me haga nada por favor.
– ¿Qué? ¿Qué iba a hacerle yo a un pobre niño indefenso?
– No sé, las cosas que hacen los fantasmas: asustar, aullar y… y… no sé, comer niños.
– Jajajaja – se rió el fantasma con fuerza- ¿comer niños?
– Síiii…
– Ay, pequeño, qué equivocado estás… los fantasmas no comemos niños.
– ¿Ah no?
– No, qué va, es más, los fantasmas no comemos nada en absoluto.
– ¿Ah nooo? -dijo Juan un poco extrañado.
– No, chico. Un fantasma no tiene cuerpo, por eso podemos atravesar paredes, pero por la misma razón tampoco podemos comer nada, se caería al suelo sin más. Y en cuanto a lo demás… yo soy un caballero, nunca me dedicaría a aullar ni a ir por ahí asustando gente.
– ¿De verdad?
– Como que me llamo Don Quijote.
– Ala, ¿como el del libro?
– Exactamente.
– Qué interesante… la verdad es que yo no sabía nada de los fantasmas, sólo los rumores que había oído por ahí, y creo que por eso me daban tanto miedo.
– Aaahh, si algo he aprendido en estos mil años que llevo de fantasma es que fiarse de las apariencias nunca te lleva a buen puerto. Uno puede ser fantasma y buena persona y también ser una persona y comportarse ¡como un auténtico fantasma! Jajajaja.
– Cuénteme más sobre los fantasmas, me encanta aprender cosas nuevas.
Y estuvieron allí un rato, Don Quijote le contó un montón de cosas sobre los fantasmas y también sobre él y sobre las cientos de aventuras que había vivido (antes de ser fantasma). Y le contó también que lo único que quería, después de tanto tiempo, era dormir, que él no podía dormirse si no le contaban un cuento y que así, con ese aspecto, todo el mundo salía corriendo al verle y no había forma de que nadie le contara un cuento.
– Pero señor, es que… yo no me sé ningún cuento. En mi casa sólo se habla de coliflores y los únicos libros que tengo son los del colegio.
– Vaya, eso sí que es una contrariedad.
– Un momento, se me ocurre… lo que sí que tengo es que conozco mucha gente en el bosque y en los pueblos de alrededor, juntos inventaremos un cuento para usted y podrá por fin dormir.
Y así lo hicieron, Juan se puso en contacto con todos los niños y niñas de los alrededores, y les hizo llegar una carta en la que explicaba que los rumores sobre los fantasmas eran falsos y que no había por qué tenerles miedo, también había un mapa para llegar hasta la cueva del fantasma Don Quijote y una hoja en blanco en la que cada uno escribiría una frase hasta que, todos juntos, tuvieron un fantástico cuento (en el que salía Don Quijote). Una vez tuvieron terminado el cuento, la última niña que recibió la carta, la que escribió el final del cuento, se acercó hasta la cueva de Don Quijote y le leyó el cuento hasta que, por fin, después de tantos años, pudo quedarse dormido.
Mientras tanto, en casa de Juan, su padre se había levantado en plena noche a ver qué tal estaba Juan, ya que se había ido tan triste a la cama. Guillermo y Luisa habían estado hablando durante largo rato sobre el deseo de Juan de ir al colegio y las necesidades que ellos tenían con su cosecha de coliflores. Así que, cuando el padre entró en el cuarto, y aunque el engaño de Juan estaba muy bien tramado, rápidamente se dio cuenta de que su hijo no estaba. Muy alarmado, fue a buscar a Luisa y los dos salieron corriendo en su busca.
Y mientras todo aquello ocurría, Juan se había despedido del fantasma y había llegado hasta la cueva del dragón, que le había llevado sobrevolando las montañas del Carnero, el pequeño bosque y todos los pueblos de las cercanías, hasta mucho más allá, donde las luces brillaban en el amanecer, hasta Hollywood.
Al aterrizar, Juan fue directo al colegio y allí habló con uno de los profesores de la escuela con gran amabilidad y le llevó a ver al director, que no era otro que… ¡Pepito Floripondio! Claro, cómo no iba a ser director el hombre más sabio que conocía. Pero entonces, todo aquello que habían hablado en el bosque…
– Ay, Juan, venir hasta aquí ha sido un gran paso y un gran esfuerzo para ti, pero tenía que ser algo que hicieras porque realmente querías hacerlo. Espero que el viaje haya sido de tu agrado.
– Pues, la verdad, señor, ahora que lo dice, el viaje ha sido maravilloso. He aprendido un montón de cosas sobre tigres, fantasmas, Don Quijote… ¡Tantas cosas! Y yo que pensaba que sólo podía aprender viniendo al colegio…
– Chico, en este colegio te enseñaremos muchas cosas pero lo más importante que tienes que saber es que todas esas cosas y muchas más, las vas a aprender tú mismo y sólo tú puedes hacer eso, si te esfuerzas y realmente quieres conseguirlo. En esta escuela tienes un sitio.
– ¡Muchas gracias señor! Sin embargo… me estoy dando cuenta de una cosa, si yo estoy aquí en el colegio y mis padres allá, en nuestra casa, no podré verles más que en vacaciones y quizá se enfaden conmigo por haber venido hasta aquí… he aprendido mucho viniendo hasta este colegio pero no puedo quedarme aquí cuando en mi casa me necesitan.
En ese momento, se abría el gran portón de madera del colegio y dos figuras entraron en la sala, con la luz del sol que se colaba por la puerta, Juan no alcanzaba a ver quiénes eran. Pero los reconoció inmediatamente al oír sus voces:
– Hijo, si lo que quieres es estudiar en este colegio…
– …tu padre y yo hemos pensado que podemos venir a verte los fines de semana.
– Y también aprovechar para vender aquí algunas coliflores… jajaja.
– ¡Papá! ¡Mamá! -gritó Juan mientras corría a abrazar a sus padres. -pero ¿quién os ayudará con la cosecha?
– Hay gente en el pueblo dispuesta a trabajar con nosotros, no te preocupes hijo.
– Pues entonces -comenzó a decir el director del colegio- recoge tus libros, chico, tienes clase dentro de diez minutos.
– Pásalo bien -le dijo su madre-
– ¡Gracias mamá!
– Y háblales a tus compañeros de las coliflores -le dijo su padre.
– Lo haré…
Juan les dio un beso a cada uno y salió corriendo a buscar si primera clase en un colegio de verdad. Había cumplido, por fin, su sueño.
Y colorín colorado… este Cuento Irrepetible se ha acabado.