El misterio de las espadas y las lentejas

Érase una vez una joven a quien le encantaba resolver misterios, pero no era una niña cualquiera, ésta se llamaba Inés y vivía en un gran castillo de esos con grandes torreones, almenas y banderas en lo alto, era un castillo real. Inés era la única hija del Rey Ricardo y estaba destinada a reinar algún día, sin embargo, al Rey le preocupaba mucho que ella anduviera siempre correteando por el castillo tratando de resolver misterios sin sentido, los habitantes del castillo empezaban a rumorear y se reían cada vez que ella decía haber encontrado una pista. El Rey había intentado hacerla entrar en razón, que dejase ya todo aquel asunto de resolver misterios y se centrara en sus estudios: -”Una buena reina debe estar bien educada”. Sin embargo a Inés le gustaba tanto buscar pistas, atar cabos y hacer averiguaciones que nunca hacía caso a lo que su padre le decía… y esto tenía al Rey Ricardo siempre enfadado y preocupado y para relajarse lo que hacía era comer y comer todo el día, así que había engordado mucho en los últimos años y ya casi ni se movía de su trono real.

Inés tenía una mascota, un perronejo llamado Voss que, como ella, tampoco hacía mucho caso y unas veces estaba allí fielmente a los pies de la cama igual que desaparecía durante días buscando un hueso. El caso es que Inés se levantaba cada mañana ilusionada por encontrar un caso que resolver, veía pistas en todas partes y todo le parecía sospechoso aunque, en realidad, no pasaba nunca nada realmente misterioso en aquel castillo y ella se pasaba el día persiguiendo pistas imposibles y resolviendo casos como “quién se había comido el último trozo de pastel” pues quién iba a ser: ¡su padre! Estaba desesperada por encontrar algo para investigar que verdaderamente valiera la pena y, por suerte, esta iba a ser su gran oportunidad.

Una mañana, mientras observaba las huellas que conducían al paradero de un “misterioso hueso desaparecido” se topó con Fermín, su viejo amigo de la infancia, con quien había pasado tantas horas en el colegio y compartido tantos juegos. Hacía tiempo que no se habían visto porque Fermín había ido a Francia a convertirse en maestro de espadas. Ahora había vuelto de allí y había sido nombrado Jefe de Espadas del reino, este era un gran honor para él pero ahora le tocaba enfrentarse con un lance bastante inesperado: el Rey le había pedido que instruyera a Inés para pasar sus exámenes finales de esgrima y darle clase a Inés no era tarea fácil. Aquella mañana, se encontraron los dos viejos amigos:
– Inés…
– ¿Puede usted apartarse que me está tapando el…? -en ese momento Inés reconoció a Fermín y se alegró muchísimo- – – ¡¡¡Fermíiiiinnnn!!! ¡Qué alegría verte! ¿Cuándo has vuelto?
– Llegué hace una semana y… -Inés se abalanzó sobre él y le dio un gran abrazo- Yo también me alegro de verte Inés.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Justo eso venía a contarte, tu padre me ha pedido que te de clases de esgrima porque la semana que viene es el gran torneo y será tu examen final, si no ganas el torneo, no podrás llegar a reinar.
– Ah, sí, claro, el torneo… -dijo Inés decepcionada- es que resulta que estoy muy ocupada con un caso…
– ¿Sigues con tus misterios?
– Claro que sí, los misterios no se van a resolver solos.
– ¿Quieres un buen misterio? Últimamente han empezado a desaparecer todas las espadas de la zona, más te vale cuidar bien la tuya, es una reliquia que lleva generaciones en tu familia.
– ¿¿¡¡ Quéeee !!?? ¡Eso sí que son buenas noticias!
– ¿Buenas noticias?
– Sí, bueno, no, quiero decir, no que estén robando las espadas pero sí que haya por fin un misterio que valga la pena. Tengo que ponerme a investigarlo ¡ya!
– Bueno, eso puede esperar, tenemos que empezar con las clases ahora mismo.
– ¡Ja! Que te lo has creído, para una vez que hay algo real que investigar…- y se marchó corriendo entre los árboles.

Fermín se quedó atónito, no pensaba que Inés fuera a reaccionar así, desde luego así no iba a ser nada fácil cumplir con el mandato real. Sin embargo, ver a Inés después de tanto tiempo le había hecho recordar todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que se divertían, lo guapa que era… Pero ahora tenía una misión importante, tenía que conseguir que ganase el torneo, o su puesto como Jefe de Espadas le duraría menos de lo que había tardado Inés en desaparecer.

Pero no todo era buena gente en el castillo, había otro hombre, conocido por ser un gran espadachín, con una gran reputación entre los miembros de la realeza y también entre los bajos fondos. Ese era Ataulfo, un hombre enjuto y apretao, que siempre llevaba un bastón en la mano y una mala idea en la cabeza.
– Mmm… Lentejas, ¡lentejas! jajaja. -iba murmurando por el jardín.- …las lentejas tienen mucho hierro pero lo que de verdad tiene mucho hierro son… ¡las espadas! jajaja. En ese momento aparecía corriendo su ayudante Ígor, con su parche en el ojo no calculaba bien las distancias y chocó contra Ataulfo.
– Pero qué estás haciendo ¡inútil!
– Perdone, señor, he venido a decirle que ya sé cómo conseguir la espada
– ¿¡Qué!? Te he dicho mil veces que no hables de espadas mientras estemos al descubierto, cualquiera podría oírte.
– Ya bueno, lo que pasa es que he descubierto cómo conseguir esa cosa… de quien tú ya sabes para que alguien que no voy a mencionar consiga una de esas cosas más para su colección ¿me entiende?
– Pues no, la verdad es que no he entendido nada Ígor.
– Que ya sé cómo conseguir la Espada de la Princesa
– Sssssshhhhh… más bajo, que nos van a oír. Tráemela cuanto antes… Pronto tendré todas las espadas del reino y no tendrán nada con lo que luchar, yo seré el único que controle el castillo y podré introducir por fin las lentejas, todos comprarán y venderán con lentejas en el reino…
– Señor, perdone, no he entendido nunca su plan ¿por qué tanto interés en las lentejas?
– ¡Mequetrefe! Nunca entenderás nada, mi familia lleva siglos plantando lentejas, si las lentejas fueran oro seríamos ricos… lo único que tengo que hacer es tomar el control del castillo y cambiar el oro por lentejas, ¡hasta un niño lo entendería!
– Pero…
– No me repliques y tráeme la Espada de la Princesa, ¡ya! Yo tengo unos negocios que hacer con el Rey Ricardo…

Y resulta que Ataúlfo, tan malvado como era, había conseguido labrarse durante años la confianza del Rey y éste le escuchaba como a un consejero más. Ahora había llegado el momento de utilizar su influencia para conseguir ponerse donde siempre había querido estar… en el trono real.

Mientras, Inés había recorrido el castillo buscando alguna pista para comenzar a buscar las espadas, pero no había encontrado nada más que algunos rumores confusos e historias de caballeros que habían dejado un momento su espada apoyada en un árbol y en un descuido, les había desaparecido. Nadie había visto nada y nadie había oído nada. Después de tanto tiempo deseándolo, cuando por fin tenía la oportunidad de investigar un misterio de verdad, no encontraba ni la más mínima pista… Allí sentada en un banco de piedra, se sentía verdaderamente triste. Entonces apareció Ígor, haciéndose el encontradizo:
– ¡Anda! Hola, tú eres… ¿Inés, verdad?
– Sí…-dijo ella tristemente.
– ¿No eres tú la que resuelves misterios?
– Ya no…
– Ah, bueno, entonces me marcho…-y se dio media vuelta caminando lentamente, esperando que Inés reaccionara.
– ¡Espera! Chico, ¿qué quieres?
– Pues, verás, creo que tengo algo que puede interesarte, me han dicho que las espadas que estás buscando podrían estar en… un momento ¿tú tienes una espada?¿no serás tú la que está robando las espadas?
– ¿¡Yooo!? Claro que tengo una espada pero es mía
– ¿Ah síiii? No te creo, enséñamela a ver si es verdad que es tuya
– Mira -y le entregó la espada a Ígor. Éste estuvo a punto de echar a correr pero sabía que ella le alcanzaría enseguida, así que pensó que sería mejor distraerla:
– Ah, sí, las espadas dicen que están en el bosque… ¡si te das prisa puedes llegar antes de que anochezca!

Inés se ilusionó tanto por conseguir aquella primera pista que salió corriendo disparada sin darse cuenta de que dejaba la espada en manos de aquel chico desconocido para ella.

Mientras corría llena de alegría hacia el bosque, se topó con Fermín, que le cortaba el paso:
– ¿Dónde vas tan corriendo Inés? Tenemos clase de esgrima y llevo todo el día buscándote.
– Aparta Fermín, debo ir al bosque a buscar las espadas.
– ¿Las espadas? Más te vale que cojas la tuya y empieces a practicar o no habrá más misterios que resolver para tí…
– Ya claro… ¡Mi espada!
– ¿Dónde está la Espada de la Princesa?
– ¡¡¡ Se me olvidó !!! Se la había prestado a ese chico, el del parche en el ojo y de pronto salí corriendo y… ¡ay madre!
– Tranquila Inés, deja que te ayude, ya estudiaremos más tarde. ¿Dónde dices que estaba ese chico?
– Allí, donde el banco, pero… pero… tengo que recuperar mi espada. Y debo ir al bosque a buscar las demás…
– Está bien Inés, hagamos una cosa, tú ve a buscar tu espada que yo iré al bosque a ver si encuentro algo. Espérame aquí y si la recuperas, ¡por favor! ponte a entrenar.
– Vale, Fermín… pero si encuentras alguna pista, ven a buscarme, no quiero perderme este misterio…
– Prometido.
Así, los dos amigos de la infancia, se separaron a toda prisa. Inés de vuelta al banco donde había visto su espada por última vez y Fermín hacia el bosque donde encontrar alguna pista que le pudiera indicar dónde se encontraban todas las espadas.

Mientras tanto, Ataúlfo se presentaba ante el Rey Ricardo que, sentado en su trono, se comía más por puro agobio que por hambre, un enorme muslo de pavo.
– Mi Rey Ricardo… (madre mía, cómo devora este hombre)
– Ay… mi querido Ataúlfo, acércate ¿quieres algo de comer?
– No, no, gracias, almorcé apenas hace una hora (y qué gordo se ha puesto)
– ¿Por qué me miras así?
– No, por nada, por nada.
– Ya sé… estoy tan preocupado por Inés que lo único que me apetece hacer es comer.
– Pues mire, su majestad, yo venía a proponerle una idea que se me ha ocurrido…
– ¿Una patatita?
– No, gracias. Como le decía, una idea para resolver…
– ¿Un poco de queso?
– No, no.. de verdad. Lo que quería contarle es que…
– ¿Tal vez una tostada?
– ¡Que no! Perdone, yo venía a contarle una cosa
– Pues hable ya, lleva aquí diez minutos y no ha dicho nada todavía, pardiez.
– Verá Rey Ricardo, llevo tiempo pensando que lo que su hija Inés necesitaría es… un buen escarmiento.
– Pero Ataúlfo…
– Escúcheme… ¿hace cuánto tiempo que nos conocemos? ¿que somos amigos? Qué digo amigos, ¡hermanos!
– Tampoco se pase, Ataúlfo. Bien sabe que yo confío en usted y que sus consejos siempre son bien recibidos.
– Bueno pues, creo que lo mejor que se puede hacer con alguien tan desobediente es… encerrarle. Si Inés pasara un tiempo encerrada en uno de los calabozos aprendería lo que es disciplina.
– ¿Está usted seguro de eso? Me parece un poco… no sé…
– Mi Rey, debe usted, y su familia, ser ejemplo de rectitud y buen hacer. Y ya la gente empieza a murmurar…
– Ay, eso es verdad, páseme otro muslo de pavo.
– Una medida firme y severa dará un buen ejemplo a los habitantes del reino.
– ¿Sabe qué? Tiene usted razón, total, tampoco tenía ninguna otra idea para este caso. Así que… muchas gracias Casimiro.
– Ataúlfo, señor.
– Eso, sí, Ataúlfo… ¡¡¡ Guardias !!! Apresen a la princesa y acomódenla en uno de nuestros calabozos.
Dos enormes guardias se presentaron inmediatamente y, tras escuchar la orden del Rey, salieron marchando en busca de Inés.

En otra parte el castillo, Ígor caminaba despreocupado con la Espada de la Princesa bajo el brazo y una sonrisa en los labios cuando, de pronto, Inés apareció corriendo por el gran corredor:
– ¡Infame ladrón! Devuélveme mi espada ahora mismo.
– Ay, que me ha pillado. -Y empezó a correr por el pasillo huyendo de Inés. Ésta le perseguía mientras gritaba:
– ¡Ladrón! Cuando te coja verás, cuando te coja…
Inés corría como no lo había hecho nunca y se acercaba cada vez más a Ígor que, con aquel parche en el ojo no veía bien y en un cruce de pasillos, calculó mal el giro y se estrelló contra una columna. -¡Ahora sí te tengo! -exclamó Inés delante del ladronzuelo, empezaba a acercarse cuando, de pronto, dos fuertes brazos la apresaron por detrás.
– Princesa Inés -dijeron los guardas al unísono- por orden del Rey Ricardo, serás llevada a un calabozo hasta nueva orden.
– No -gritaba la princesa- no, ¡mi espada! Ladrón. No podéis hacerme estooo…
Y su voz se desvanecía en el eco de los pasillos mientras Ígor, todavía aturdido por el golpe se sonreía por la suerte que le había tocado aquél día. Recogió la espada del suelo y fue a reunirse con su maestro.

En la guarida de Ataúlfo, un lugar perdido en el medio del bosque, Ígor había entregado ya su última adquisición y el villano disfrutaba el momento justo antes del triunfo: La princesa encerrada en una mazmorra, la Espada de la Princesa en sus manos y, cada vez más cerca, su sueño de llegar a ser el hombre más poderoso del reino. Sin embargo, en toda aquella aventura Ígor había cometido un error, lo que le había contado a Inés era verdad y había dirigido, sin saberlo, a Fermín justo hasta la puerta de su guarida. El joven espadachín estaba admirado de que aquella pista que Inés le había dado, por primera vez, fuera real y se arrepentía de todo el tiempo que no había creído en ella, ahora sí que miraba a Inés con otros ojos. Se adentraría en la guarida para ver si estaban allí escondidas las espadas y volvería a por la princesa para que completara su investigación, después de todo, se merecía por fin el heroico desenlace. Abrió la puerta sigilosamente para asomarse, pero las puertas son muy ruidosas cuando están a la intemperie y un fuerte chirrido cortó el silencio de la noche en el bosque. Los dos malvados se alertaron y Ataúlfo salió, espada en ristre, a ver qué estaba ocurriendo. Él y Fermín se batieron en duelo durante un rato pero Ataúlfo era taimado y no muy dado al juego limpio, aquella vez no iba a ser menos, distrajo a Fermín con una argucia y de un golpe le quitó su espada, si hubiera sido buena gente habría dejado marchar al joven, pero justo cuando tenía tan cerca su sueño no quería que nada pudiera echárselo a perder y le clavó la espada en la barriga. Con la ayuda de Ígor arrastraron al pobre y malherido Fermín hasta el interior de la guarida y allí le encerraron. Seguros de su éxito, Ataúlfo y su ayudante, salieron hacia el castillo con la promesa de regresar muy pronto para asegurarse de que no iba a ninguna parte.

Inés, sola en el calabozo, se preguntaba cómo podían haberle ido tan mal las cosas, de pronto recordó el torneo de esgrima y se preguntó si ya sería tarde para todo aquello, pensó en cómo se enfadaría su padre y en lo preocupado que había estado últimamente. Y cuando estaba en medio de todo aquel nubarrón, escuchó un ruidito como de unas patitas acercándose, era Voss, su perronejo, Inés se alegró al verle, al menos así tendría compañía, pero le notó muy alterado como queriendo decirle algo, enseguida se dio cuenta de que algo iba mal, le preguntó a Voss si venía del bosque y si había visto a Fermín y el perronejo se puso a dar saltos y a arañar la puerta, ya no podía más, tenía que salir de aquella celda. Llamó al guardia con cualquier excusa que se acercó despreocupado a la princesa, sin embargo, ésta le arreó un golpe en en el casco con una roca y mientras estaba aturdido le cogió las llaves, abrió la puerta y corrió rumbo al bosque. De camino fue llamando a todos los amigos y amigas del castillo para que fueran a ayudarle, todos juntos se presentaron en la guarida de Ataúlfo, echaron la puerta abajo y encontraron a Fermín, muy débil, Inés le abrazó por un momento y le prometió que le sacarían de allí enseguida. Fermín, con un hilo de voz, avisó a Inés que los villanos volverían de un momento a otro. Todos se miraron unos a otros y de pronto se les ocurrió un gran plan, en una de sus investigaciones de aquellas que no iban a ningún lado, había encontrado por casualidad una fórmula para hacer polvos pica pica, así que cogieron todo lo necesario y se escondieron por la guarida para sorprenderles.

Al entrar Ataúlfo en su guarida, esperando encontrar sólo al pobre Fermín convaleciente, no se dio ni cuenta de lo que le esperaba. En un momento, salieron de todos los rincones Inés y sus amigos y rodearon a Ataúlfo, cubriéndole de arriba a abajo de polvos pica pica, el villano no podía dejar de rascarse por todo el cuerpo hasta que por fin cayó al suelo extenuado. Ataron a Ataúlfo con la promesa de desenmascararle ante el Rey pero Inés tenía todavía algo más urgente que atender: se cargó a Fermín a su espalda y le llevó lo más rápido que pudo hasta el castillo para que le curasen su herida.

Al cabo de unos días, Fermín ya se había recuperado casi completamente del incidente, Ataúlfo y su ayudante estaban presos en los calabozos e Inés había conseguido aprender todo lo necesario para llegar al torneo de esgrima y pasar su examen. Después de hablar con su padre, éste entendió que a ella lo que le encantaba era poder ayudar a los demás con sus investigaciones y desde entonces, cada vez que surgía la oportunidad, avisaban a Inés para que ayudase en los asuntos del reino, con lo que además, aprendió todo lo necesario para cuando le tocase reinar. La noche después del torneo, Fermín e Inés estuvieron hablando largo rato y riendo como hacían cuando eran niños, y desde aquella noche, siguieron siempre juntos… Fermín siguió siendo Jefe de Espadas por mucho tiempo y el mejor espadachín del reino e Inés se convirtió en la mejor reina que nunca hubo por aquellas tierras.

Y colorín colorado… este Cuento Irrepetible se ha acabado.